viernes, 31 de octubre de 2008

El ladrón

Leandro robaba flores de día porque nadie lo veía. Cuando él lo deseaba el tiempo se detenía y las personas quedaban duras y no notaban el quiebre de tiempo que ocurría cada vez que Leandro quería.

Se despertó, porque en la habitación donde se encontraban sus pares no había cortinas, y la luz de la calle entraba y le daba directo a sus ojos. Se dio cuenta que Augusto hablaba. Le dijo su nombre pero no respondió porque estaba dormido y nadie más escuchaba los extraños sonidos que Augusto emitía con la boca (y un poco de ayuda de la nariz). Repitió el nombre de nuevo, entre risas. Augusto no se despertó. Repitió el nombre, ya un poco molesto. Augusto no respondió.

Pensó en levantarse pero de noche el piso era invadido por insectos que le causaban gran impresión, por lo que cerró los ojos pero no durmió.

El día siguiente, él y sus pares caminaron por un largo pasillo natural mientras la lluvia les daba en el casco. Entonces Leandro vio una flor que le atraía.

La muchacha llevaba sobre su cabeza una cesta tapada con nylon azul, y dentro, por lo que él pudo mirar, llevaba pan. Leandro la observó mientras pasaba a su lado y se sintió atraido por la muchacha de ojos marrones.

Leandro le robó la flor (o eso creyó él). Terminó gritando al hacerlo, y le dio un beso en la mejilla. La chica estaba paralizada sobre sus piernas, sin conocimiento alguno.

Leandro, antes de arreglar el quiebre, lo vio a Augusto. Era un tanto obeso, y se veia cansado y triste.

Lo llevó a una montaña que esta próxima a donde él creía que estaban los opositores (nunca los llamó enemigos, porque no sentía odio hacia ellos, ya que él sólo estaba ahí por una tradición familiar que no le importaba).

Augusto recibió treinta y cuatro golpes en diferentes lugares de su cabeza y quedó tendido en un campo verde. Sus ojos permanecían abiertos y su mano seguía en su arma. Leandro le robó las botas.

Leandro regresó a las filas. La muchacha de la cesta seguía ahí. Caminó un rato, orinó al lado del teniente y se acostó a ver el cielo. Las gotas suspendidas eran su paisaje preferido desde que estaba en esa ciudad.

Se levantó y se asomó a un precipicio. Miró lo que había debajo. Parpadeó más lento de lo habitual y respiró hondo algunas veces.

La piedra que sostenía a Leandro se rompió, y el muchacho cayó sobre más rocas.

La sangre salía de su cabeza. Sus ojos estaban un poco abiertos.


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