domingo, 21 de diciembre de 2008
I-R-A
X
viernes, 31 de octubre de 2008
El ladrón
Leandro robaba flores de día porque nadie lo veía. Cuando él lo deseaba el tiempo se detenía y las personas quedaban duras y no notaban el quiebre de tiempo que ocurría cada vez que Leandro quería.
Se despertó, porque en la habitación donde se encontraban sus pares no había cortinas, y la luz de la calle entraba y le daba directo a sus ojos. Se dio cuenta que Augusto hablaba. Le dijo su nombre pero no respondió porque estaba dormido y nadie más escuchaba los extraños sonidos que Augusto emitía con la boca (y un poco de ayuda de la nariz). Repitió el nombre de nuevo, entre risas. Augusto no se despertó. Repitió el nombre, ya un poco molesto. Augusto no respondió.
Pensó en levantarse pero de noche el piso era invadido por insectos que le causaban gran impresión, por lo que cerró los ojos pero no durmió.
El día siguiente, él y sus pares caminaron por un largo pasillo natural mientras la lluvia les daba en el casco. Entonces Leandro vio una flor que le atraía.
La muchacha llevaba sobre su cabeza una cesta tapada con nylon azul, y dentro, por lo que él pudo mirar, llevaba pan. Leandro la observó mientras pasaba a su lado y se sintió atraido por la muchacha de ojos marrones.
Leandro le robó la flor (o eso creyó él). Terminó gritando al hacerlo, y le dio un beso en la mejilla. La chica estaba paralizada sobre sus piernas, sin conocimiento alguno.
Leandro, antes de arreglar el quiebre, lo vio a Augusto. Era un tanto obeso, y se veia cansado y triste.
Lo llevó a una montaña que esta próxima a donde él creía que estaban los opositores (nunca los llamó enemigos, porque no sentía odio hacia ellos, ya que él sólo estaba ahí por una tradición familiar que no le importaba).
Augusto recibió treinta y cuatro golpes en diferentes lugares de su cabeza y quedó tendido en un campo verde. Sus ojos permanecían abiertos y su mano seguía en su arma. Leandro le robó las botas.
Leandro regresó a las filas. La muchacha de la cesta seguía ahí. Caminó un rato, orinó al lado del teniente y se acostó a ver el cielo. Las gotas suspendidas eran su paisaje preferido desde que estaba en esa ciudad.
Se levantó y se asomó a un precipicio. Miró lo que había debajo. Parpadeó más lento de lo habitual y respiró hondo algunas veces.
La piedra que sostenía a Leandro se rompió, y el muchacho cayó sobre más rocas.
La sangre salía de su cabeza. Sus ojos estaban un poco abiertos.
domingo, 26 de octubre de 2008
Leonera

¿Quien es ese niño? Ese niño es mi vecino
En América del sur, continente Americano,bañado por los mares en tierras del centro de todo el planeta.
¿Y cómo es un planeta? Un planeta es una bola qe rebota en el cielo
Oy! Oy! Oy!
Mira aquella bola, la bola que rebota en la cabeza de ese niño
lunes, 8 de septiembre de 2008
La invasión de los elefantes de color
Después fuiste a la flor y le tiraste un ácido para neutralizar su iluminación (falsa, por supuesto). Claro que te olvidaste de que nunca habías sido jardinera. Más tarde saltaste el pantano (que tenía intenciones de encantarse y hacer destellos y toda esa pavada que leiamos de chicos). Al rato te diste cuenta que era una tarde nublada y que al otro dia te tenías que volver. Pero no importó porque estabas ahí, mirando al elefante de color rosa, que no, no nos invadió.
Y es lo que hay, che.
sábado, 16 de agosto de 2008
Little Miss Sunshine
viernes, 1 de agosto de 2008
En la noche (volvió la inspiración!)
Tu nariz recta y curva era lo poco que veía en la oscuridad. Tus dientes no brillaban y tus ojos no parpadeaban. No estabas ahí. Tampoco estabas allá. Tus manos estaban calientes. Tu pelo estaba erizado y sin color.
Dios Santo, que bello Abril sos vos.
Te levantaste. Hiciste la comida y te volviste a acostar. Me levanté cuando te tiraste en la cama. Al llegar a la cocina vi los fideos fríos y aceitosos, desafiantes sobre la hoya, esperando a terminar en una bolsa llena de demás elementos que decidimos no conservar. ¡Qué absurdo momento! Y encima, que te veo porque dejaste la puerta abierta. Y tus manos cubren tu cara pero no tu alma, querida Casandra.
El alcohol que consumiste anoche te dejo ahí con los ojos cerrados y sin mí. Pero no te olvides de mí, porque mañana el que estará sobre tus flores marchitas seré yo. No pienses que voy a llorar, porque mi afecto hacia vos secó mis lágrimas que habían cultivádose durante varios largos años cerca de vos.
Un vaso con ron se cae al suelo. Maldecís. ¿Qué pasa, querida Casandra? No somos los mismos. Y no pretendo que se desarrolle una especie de síndrome de Estocolmo. Pero ayer me decías “el cielo” y ahora me prometés “la tierra”.
Todavía me acuerdo cuando visitamos Rosario en el ’84. Dijiste que si no te llamaras así, no serías como sos. Si te llamaras Iris, serías una persona no tan oscura; y que si te llamaras Romina serías más normal. Pero yo te veo normal. Quizá el mundo cambió y todos se dieron cuenta excepto yo. Siempre me adelanto.
Me acerco a limpiar el desastre que había hecho un simple vaso. Tus manos sangraban pero sin embargo seguían cubriendo tus ojos, cerrados pero desorientados. ¿En qué pensás, querida Casandra?
El olor que sale de la alfombra me pone de mal humor. “Esto es una mierda”, me decís. Pero yo no te respondo. Te miro. Estás ahí, con la cara roja y blanca en algunas partes.
Después de limpiar los vidrios y señalizarlos (siempre me atormentó el hecho de que algo similar le pase al recolector esquizofrénico que pasa por casa) te abrazo. Gritas. Mis oídos lo soportan. Lo soportan. “No grités”, te digo al fin. Pero sin embargo lo seguía soportando. Te llevo al baño.
Te sumerjo en agua caliente. Despertate, Casandra. Esta vida de biorsi no es más que lo que soñó Juan. Pero Juan no es quien era: está casado con Mariana y se sientan todos los días en el porche a tomar mate y comer galletitas que ella cocina con mucho gusto. Juan es feliz.
¡Qué equivocados estabamos en el ’89 cuando nos casamos y prometimos “para siempre”! En realidad, el equivocado era el señor que te dio la lapicera. ¿No te diste cuenta que el color de la birome no era un buen augurio?
Al fin te despertás. Me pedís perdón pero no hay tiempo para eso. Tres negras (o por ahí dos corcheas y una negra o alguna combinación similar, no recuerdo la teoría en situaciones límites) suenan cuando marco en el celular el número del hospital de la calle Perón. Mi simpatía por el hombre que le dio nombre a la calle es mínima. Pero no hay tiempo para eso (en realidad sí, pero no tengo ganas de pensar en eso mientras te veo ahí, pidiéndome perdón).
“No, por favor, no tenés que hacer eso”, me decís. Pero no lo hago por vos. Tampoco por mí. Lo hago en honor al caído, que era un alter-ego de un conocido que no conociste. Pero él si te conocía. Me pidió por favor que te lleve cuando pase.
Al cabo de media hora, sos acostada en una cama del hospital. Te instalan varios sistemas en tu cuerpo, débil. Tus manos no sangraban pero una raya roja se extendía en ellas… blancas, bellas.
Dejo la habitación en que estás para tomar café. Tomo varias tazas. Una, dos, tres… Pero no era suficiente. Todavía estabas en mí, en mi cabeza (nunca llamé corazón a la parte de mi cerebro donde guardo mis sentimientos, porque el corazón es un órgano que no me agrada por su forma).
Vuelvo a verte a tu habitación. Dormías sedada por las cosas que iban transportándose por los cables que salían de tus brazos. Tu pelo no cubría tu cara y por primera vez te vi.
Estabas parada en una calle de Córdoba. Hacía frío pero lo soportábamos. Tu vestido blanco se volaba y no se por qué insultabas (creo que a nadie en particular). Tu campera azul hacía contraste con tu blancura. Me acerqué a preguntarte la hora, llegaba tarde al cine. Recuerdo que esa noche se estrenaba en la ciudad, después de varios meses de su estreno en Estados Unidos, una película que marcaría la relación.
Me dijiste que era tarde para la función. Todavía me sigo preguntando como supusiste que iba a ver la película de Brando. Quizá por mi traje negro, o quizá porque había pocas cosas por hacer en una ciudad así. Me invitaste a un café, para esperar que se hagan las dos. Me sorprendió tu invitación. ¿Por qué invitar a un total desconocido? No puede ser peor que alguien que conozcas, dijiste, citando a alguien que no recuerdo ahora. Accedí a ir al bar de la Colón al 400 y hablamos mucho. Después fuimos al cine y hablamos sobre vos. Sobre mí. Sobre Juan.
Una sonrisa se dibujó (aunque no lo hubiera considerado una obra de arte) en mi cara. Abrí mis ojos. Estabas llorando con los ojos cerrados. Me llamó la atención la forma en que tus ojos temblaban. La enfermera te secaba las lágrimas que caían por tus mejillas pálidas con un pañuelo con flores. ¿Por qué llorás, querida Casandra?
Me acerqué a tu cama blanca y te abracé. Notaste mi distancia y no respondiste. El abrazo no te dio fuerza. Y bueno, Casandra, no podés esperar mucho de alguien como yo, que tenía ganas de apagarte anoche, y hoy… hoy no soy el que fue con vos a Rosario en el falcon gris.
No cuentes lo que viste en los jardines el sueño acabó.
Dejo el hospital para fumar un cigarrillo. Mis ojos se centran en la luna, que tiene grandes intenciones de ocultarse. ¡Y pensar que le escribieron tantas canciones en Tucumán! Luego de la última pitada pienso en vos, Casandra, que estás tirada en una caja marrón.
No es mi culpa, pero te escribo esto porque alguna vez lo vas a leer. Y vos, querida Casandra, sabés que te quería. Te dije que no iba a llorar. Pero voy a ir a visitarte igual, porque lo que queda en mí, no es lo que quedaba en vos. Lo sabemos desde que comencé a recordarte esto. Casandra, ¿cómo pudiste?
Adiós. Y no te olvides de mí, porque sé que desde allá todo se ve más chico por una ley física que por alguna extraña razón recuerdo ahora. De todos modos, ayer lo veías grande y nadie decía nada.
Santino.