sábado, 29 de septiembre de 2007

La desaparición de los mayas

No, no voy a ser escritor, o al menos no lo incluyo en mis planes a futuro. Pero escribí este cuento para un concurso... No creo que al final enviemos este, no le gusto a mis compañeros... a mi no se si me gusta, pero lo dejo aca como para que no muera este blog haha

El día en que despertó, notó algo raro. El calor no le afectaba, después de tantos años, se había acostumbrado. Su familia estaba con él… todos habían empacado sus mejores y más preciados objetos. Se levantó y saludó a sus hijos y a su mujer, que dulcemente le besó la mejilla y le sirvió unas tortillas. La calidad de estas no era buena, hacía ya años que no comía una como lo hacía en su infancia. Se sintió mal.
-Disculpa, pero… ¿no crees que están un poco rancias estas tortillas? – preguntó intentando no sonar agresivo. Su mujer arqueó las cejas.
- No – mintió ella, convincente. Él sólo se dignó a comer.
Después de comer fue a ver a sus hijos. Estaban caminando por el pueblo, mirando por última vez a los campos en los que solían correr y aprender. La tristeza de esa escena lo hizo volverse. Miró alrededor y observó como todo había sido destruido… sus campos, sus posesiones. Sus más preciadas posesiones. Insultó por lo bajo a la lluvia interminable. “¿Por qué una lluvia de sólo unas semanas había destruido todo, siendo que estábamos listos para todo?” pensó.
-¡Mayauca! – lo llamó su mujer. Se secó las lágrimas de sus ojos y corrió hacia ella y la abrazó.
-¿Me llamaste? –preguntó mirándola a sus ojos color café que tanto le gustaban. Ella sonrió y él recordó por qué se había enamorado de ella.
-Ponte esto – le dijo alcanzándole un huipil- Y llama a Naira y los muchachos y diles que no se ensucien que partimos en un momento.
Por la calle principal pasó alguien que reconoció inmediatamente. Ese cretino le había pedido ayuda en la cosecha de años anteriores y nunca se las había pagado. Le gritó pero el viejo ignoró el llamado. Entonces lo corrió.
-Si vienes a pedirme que te pague, ya te expliqué, no tengo cómo pagarte, ni siquiera semillas… y ahora no hay tiempo – se anticipó el viejo
-Tienes que hacerlo, necesito que me pagues… ¡Con cualquier cosa! Esta época no es fácil y no tengo tanto… Tengo una familia, ¿no lo recuerdas? – respondió.
-No me importa – contestó altivamente el viejo. Y entonces Mayauca no lo dudó y le pegó en la cara. Atrás venía una señora que le tiró muchas semillas de mala manera. Dejó de lado el orgullo y se tiró inmediatamente al suelo a recolectarlas. Todos los que pasaban por allí lo observaban hablando por lo bajo. Él pensó en su familia, e ignoró esos comentarios.

Ya se habían ido todos y fue a dar una última vuelta al pueblo. Se encontró a una anciana llorando en una casa. Insultaba gritando, entonces él se le acercó. Miró el sol… Era la última vez que lo haría desde allí. En el horizonte se veía la interminable fila que viajaba hacia un lugar mejor. Abandonó la casa, pero antes le dijo que no se quede sola y venga con todos. Ella no contestó.
Al volver a su casa su mujer no lo estaba esperando afuera. Desesperado revisó toda la casa gritando su nombre. Ella ya no estaba, entonces corrió hacia la fila, que todavía la alcanzaba a ver desde donde él estaba. Mientras corría pensó que era la última vez que lo hacía. Lo esperaba algo mejor, pero no sabía cómo era ese lugar nuevo. No sabía ni siquiera si realmente existía, o si había sido engañado durante tantos años.

Alcanzó la fila y no vio a su mujer. Un hombre anotaba nombres, excusando que esos serían los salvados. Él se anotó y a un lado dibujó cuatro rayas y tres puntos donde se pedía la edad. Buscó en la lista y notó que el nombre de su mujer y sus hijos. Una sonrisa se dibujó en su cara.
Corrió buscando entre la interminable fila a su mujer. La confundió varias veces, pero no la encontraba. Hasta que finalmente vio a Naira, que era idéntica a su madre. La abrazó, y ella, exaltada al principio, lo hizo también cuando lo reconoció. Más atrás apareció su tan amada esposa y la besó.
-No me esperaste… -le dijo sin dejar de abrazarla.
-Me dijeron que estabas aquí, y entonces vine inmediatamente… creí que te habías ido sin nosotros, o que el viejo de la cosecha te había hecho algo. Pero te busqué aquí y no te encontré… Gracias a Hunab Kú estás aquí…
Los niños lo miraban. Pudo ver la mirada tétrica de su hijo menor. Le revolvió el poco pelo que tenía en la cabeza y le besó la mejilla. Se lamentó de no haberlo podido disfrutar tanto

En el viaje, dos personas se contaban la historia de su vida. Todos escuchaban atentamente.
-Yo nací en Tikal, pero vine hasta aquí porque la gente en las grandes ciudades no es como en estas. –dijo uno.
-Yo nací aquí, y es cierto, la gente en las ciudades pequeñas es más amable y más considerada. Valoramos más cosas… ¿no crees? – contestó el otro
-Definitivamente… yo al llegar aquí, tenía 12 años y el ejército buscaba gente, y pelee en una guerra que prefiero no recordar –dijo el primero, mirando el suelo, tratando de no recordar aquél momento.- Aquí trabajé para un amigo de mi padre que me pagaba con semillas de cacao que cultivaba en casa de mis abuelos. Fue el mejor momento de mi vida, fui feliz. –agregó.
-Yo también fui feliz alguna vez… Recuerdo cuando me casé con la madre de mis hijos. – dijo con cierto humor.- Fue lo mejor que me pasó, el amor no es muy fácil de encontrar… Pero ese Octubre en el que nació mi primogénito y me casé… sin dudas, fue el momento más feliz de mi vida.

Mayauca pensó en su mujer, y también recordó que era feliz con ella. Pero ya no, esta procesión a una nueva vida no traía felicidad, sino incertidumbre. Cuando se iban acercando a destino, cada vez había mas silencio. Todos se tenían la crisis de fe que había tenido él durante los últimos años.
Se acercaban al final… y unos niños pasaron corriendo junto a él. Llevaban unos collares de oro, y atrás de ellos pasó el Halach Wiinik, máxima autoridad, pidiendo perdón por todo lo que causaban sus hijos.

Finalmente llegaron al destino. Sus ojos no lograban tener una vista panorámica de lo que era, debido a la inmensidad del lugar. Un río pasaba por debajo del altísimo precipicio, y el sol se ocultaba, esperándolos.
Uno a uno los mayas fueron saltando, gritaban mientras lo hacían. Del otro lado los esperaba su dios más amado, Hunab Kú. El los resguardaría de la tempestad y pasarían a una vida mejor. ¿Necesitarían en el paraíso que los esperaba semillas, buena ropa y a su familia? Nadie lo sabía.
Cuando pocos quedaban, Mayauca saltó. Mientras caía recordó a su mujer, sus hijos, sus padres, su casa, su perro… toda su vida. Alguien gritaba a su lado, pero no reconoció su cara. El viaje al paraíso era interminable. Finalmente cayó.

Años más tarde, unos pequeños rondaban por allí y casi caen. El color de su piel era blanco y llevaban atado a un pequeño maya de las manos. El gritaba lamentándose no haber saltado. El miedo había podido más. Pero él pequeño no había sido el único. Pensó en Hunab Kú comiendo tortillas con sus padres, y las lágrimas pasaron por toda su cara. Cuando cayó la noche, pensó en su padre Mayauca y escapó de la represión de los hombres invasores. Esa fue la última noche que lo vieron.

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